Anoche, mientras cruzaba penosamente el puente Atocongo, lleno de tráfico y stress, advertí que un atropello había causado semejante embotellamiento.
El cuerpo de la persona yacía sobre el pavimento y con él sus sueños truncos y su historia terminada en esta corta travesía llamada vida.
El cuerpo inerte cubierto con papel me hacía pensar lo inmóvil que podemos estar muchas personas, que no alcanzamos nuestros sueños y que nos dejamos maniatar por nuestras urgencias y falta de fe.
Era como estar en una constante luz roja, que hace de nuestras vidas un lento trajín, muchas veces sin sentido, muchas veces con el cansancio de la rutina y de la frustración.
Sin embargo, los que creemos en Dios como nuestro Padre, y le sabemos que se halla en cada uno de nuestros pasos, nos alegra reconocer que sus brazos abiertos se hallan las 24 horas abiertos para sus hijos, para aquellos que deseen cobijarse del frio, de la indiferencia, de su pobreza; para aquellos que deseen conversar de sus más grandes tristezas y de sus más grandes alegrías, un Padre listo para abrazar a aquellos que quieren ser abrazados a pesar de la enfermedad, de la violencia, de un frío hogar; aquellos que deseen consuelo ante la pérdida como la familia que dejó esa persona en el Puente Atocongo, ayer en la noche...
Mis condolencias a la familia, no hay palabras para esta gran pérdida.
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